Watanabe me enseñó que un poema
puede ser una carta a una piedra
o a la sustancia de las montañas
o a un insecto mínimo,
como este abejón
errante
que acaba de irrumpir en medio
de la quietud nocturna en
la que me encontraba,
con sus colisiones desesperadas
contra la pared
contra la otra y contra la ventana
y el movimiento frenético de sus alas y patas
cuando cayó de espaldas en el suelo
y esos cincuenta o sesenta segundos
que le tomó reincorporarse,
nos parecieron eternos.
Ahora solo le pido
señor abejón
que si en la eterna odisea que es su existencia,
alguno de sus viajes épicos
lo lleva a reunirse de nuevo con el maestro
Watanabe
donde sea y cómo sea que esté,
en uno de los tomates recién reventados
del huerto del vecino
en la selva en medio de una orquídea
o en las ondulaciones de las dunas del desierto
hagále saber con toda seguridad
que su mensaje ha sido recibido.
jueves, 2 de agosto de 2007
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