Un hombre, joven, se levanta a la mañana. Signos típicos: lagañas, baba seca alrededor de la boca, estiramientos que acaban en un mínimo espasmo, confusión. Orinar, enjuagarse la boca. Desayunar. Pasada la última página del periódico, saboreado el último sorbo de café; queda sólo en la mesa, la mirada clavada al frente, (podría estar viendo la pared, la taza, las boronas) como si siempre tuviera un espejo delante. Suspira. Tiene el gesto de la nostalgia.
La cajetilla de cigarros es degollada por sus manos ansiosas, que corroboran que está vacía. Su rostro no se sorprende. Camina por la casa, en busca de resolver esas cuestiones mínimas, buscar algún cigarro olvidado, encontrar el periódico de hace dos días para leer completo ese artículo sobre las novelas publicadas recientemente por editoriales costarricenses, encontrar la batería del control del DVD, bajo el sillón.
Camina por el pasillo hasta la puerta, cuenta sus monedas. Abre y sale. Tres pasos adelante, encuentra un hombre que yace en la pequeña franja de zacate de la acera, boca abajo y aún con unos leves y espasmódicos temblores, resaca de las convulsiones. Se acerca, intenta hacer algo por ayudarle. Descubre en la acera del frente, un grupo de predicadores testigos de jehová, bajo sus sombrillas que los protegen del sol. Están llamando una ambulancia desde el teléfono público, una señora se le acerca, pero no demasiado, y le dice lo que sabe. Los predicadores le piden tener la bondad de quedarse mientras llega la ambulancia, mientras se van alejando, bajo sus sombrillas. La misma señora se devuelve y le ofrece un boletín bíblico (¿Quién es, realmente, el gobernante del mundo? Y una poderosa mano sostiene la esfera de la Tierra como a una bola de tennis).
Después de un rato de estar agachado, pidiéndole al hombre que respirara y estuviera tranquilo, ve asomarse la luz roja de la ambulancia. Se levanta.
Tras días de frío intenso e inexplicable, ha salido el sol y ha mermado la brisa. Hace calor. Es medio día y él almuerza, de nuevo sólo en su mesa, aún pensando en el hombre que había convulsionado en su puerta. Da el último bocado a su almuerzo, suena el teléfono y lo sorprende, contesta.
Apurado cierra la puerta de su casa. Una mano termina de acomodarse la camisa mientras la otra se agita para llamar al taxi que pasa rápido pitando y se devuelve.
Se baja del taxi. Toca el timbre. Tiene que esperar. Se abre una hendija de la puerta y se asoma ella, que entra y le deja la puerta abierta. Él entra y cierra.
Mientras sucede la discusión, en la que ella le explica a él por qué ya no puede seguir con la relación, la casa, desde afuera, va quedando en sombras, el sol va dibujando formas en las paredes y ventanas, al tiempo que se va escondiendo y un lienzo negro, impenetrable, cae sobre todo. Sentados de frente sin mirarse, los dos tienen signos de llanto reciente. Se va la luz, queda la oscuridad cerrada.
A la media noche la corriente eléctrica aún no ha vuelto. Se abre la puerta y a tientas sale él, asistido por la tímida ayuda de la luz de su teléfono, que está a punto de quedarse sin batería. Cierra la puerta y el teléfono se apaga. Espera en las sombras y el tiempo se detiene.
Al rato unas luces giran la esquina y lo iluminan, es el taxi.
Tendido en su cama, boca arriba, lleva horas con los ojos abiertos igual que si estuvieran cerrados. Se pone a pensar en el hombre de la mañana, tiene las manos sobre el pecho. Da un pronunciado suspiro y se enciende la luz, acompañada del murmullo de todos los motores de la casa que vuelven a funcionar.
Apaga todo lo que estaba encendido y vuelve a la cama. Se queda dormido instantáneamente.
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2 comentarios:
hijo de puta. genial.
Realmente extraordinario lo que ví y sentir me hizo. Tan visual como cardiaco ha Te quiero, orugo
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